SANTA MARIA DEL NARANCO

(OVIEDO)

 

Fachada oeste de Santa María del Naranco

 

Un hermoso y singular conjunto de edificios conservados en los alrededores de la ciudad de Oviedo, capital del antiguo Reino de Asturias, es prácticamente el único vestigio que queda de todo un reino, de una sociedad que si bien no pudo extender su radio de acción mucho más allá de una estrecha franja de tierra en el norte de la península, era portadora de elementos que hoy sabemos que estaban conectados con lo más profundo de las primeras culturas europeas.

 

Fue un reino que alcanzó en su tiempo un alto grado de refinamiento y gran destreza en el tratamiento de las artes, de la escultura y de la arquitectura, y que después desaparecería por completo, absorbido por el complejo devenir de la historia de España. Un reino del que nos ha quedado apenas tres construcciones, aunque por fortuna alguna de ellas ha llegado hasta nosotros en muy buenas condiciones.

 

 

 

 

Detalle interior de la balconada de Santa María del Naranco
 

Las paredes, arcos y bóvedas de estos asombrosos edificios y templos fueron levantados por hombres cultos, sensibles y muy hábiles que en el siglo IX eran ya depositarios de una vieja tradición; al fin y al cabo, estas agrestes tierras, por donde habían pasado primero romanos y luego visigodos, habían visto crecer y desarrollarse los gérmenes de una cultura propia en la que ya de antiguo estaban presentes elementos de otras muy anteriores.

Los especialistas están de acuerdo en delimitar entre los siglos VIII y XI el periodo de tiempo en que aquí se desarrolló el llamado “arte asturiano”, que en su momento de mayor esplendor, durante el reinado de Ramiro I (791 – 850) recibe el nombre de “Arte Ramirense”.

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Detalle del contrafuerte en que se apoya la balconada oriental                                                                   Interior del porche con la entrada principal

 

A estos años pertenecen los tres edificios a los que dedicaremos las páginas siguientes, unos edificios de belleza y características bien especiales en los que veremos cómo los arquitectos y constructores de aquel rey se adelantaron en muchos años a algunas de las soluciones constructivas aportadas, por ejemplo, por el románico, que no se generalizarían hasta más de un siglo después.

 

Sepamos antes de aquellos hombres y de aquellos tiempos. En los momentos en que Córdoba levantaba su mezquita y Bizancio gozaba de todo su esplendor, reinó aquí por unos años un rey al que había elegido la nobleza. Se trataba de Alfonso II, apodado “El Casto”, quien instaló su corte en la colina donde hoy se alza la ciudad de Oviedo.
 

Aquellas tierras asturianas se debatían en luchas y batallas contra los árabes desde hacía ya un siglo, y este rey hubo de tomar las armas, como tantos otros, casi el mismo día de su coronación; sin embargo, pasaría a la Historia, además de por sus batallas, por haber restaurado en Oviedo, tanto en la iglesia como en la sociedad civil, el orden godo de Toledo, aquel orden que tiempos atrás habían levantado sus antepasados cuando fundaron aquella ciudad que ahora dominaban los musulmanes.
 

Su reinado significó el asentamiento en Asturias de una nación gobernada por una élite culta de godos que años atrás, presionados por los árabes, habían buscado refugio más allá de las montañas, hacia el norte, donde pronto se impusieron y configuraron una sociedad de la que, por desgracia, nos han llegado muy pocos vestigios.

 

 

Panorámica de Santa María del Naranco
 

Sabemos, no obstante, que las artes y las letras tuvieron aquí un importante desarrollo, a pesar de que eran tiempos de guerra, de constante conquista y reconquista, y que las clases dominantes, en torno a las cuales se configuraba la vida social, habían llegado a alcanzar un nivel de vida confortable.
Pero es que además ocurrió también entonces algo extraordinario, algo que sin duda iba a tener una gran transcendencia en los siglos venideros y que en cierto modo podría entroncar con la historia que nos ocupa: en Compostela se había descubierto un milagroso sepulcro cuyos restos, se decía, eran los del apóstol Santiago.

La noticia, que se divulgaría de inmediato por todos los reinos de la cornisa cantábrica hasta Francia y del norte de Europa, también iba tener aquí sus consecuencias.

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Altar situado en la balconada                                                                                                                       Fachada norte con la escalera de entrada
 

Al rey Alfonso le sucedió en el trono su primo Ramiro I, quien gobernaría desde el año 842 hasta el 850.

Durante su mandato, que coincide con un período de relativa estabilidad política y guerrera para los astures, se alzarán estos edificios únicos, representantes del arte prerrománico más rico y fecundo de toda Europa.

Santa María del Naranco quizá sea el más espectacular de todos ellos y ha llegado hasta nosotros, además, en muy buen estado. En principio se considera que se trata de un palacio, aunque también podría haber sido un edificio auxiliar, una especie de pabellón de caza o lugar de reposo o recreo, si bien ya en el siglo IX fue convertido, no se sabe por qué motivo, en una iglesia.

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Sala abovedada                                                                                                                                                                          Gran sala central
 

En realidad, si vamos a los orígenes, nada hay seguro salvo el año en que se inauguró; el 848. No sabemos cuál era la utilidad del edificio, que sentido tuvo su construcción para sus habitantes, ni siquiera sabemos quién lo construyó, quien fue el arquitecto que lo concibió, aunque para los especialistas no hay duda de que se trata del mismo que levantó el hermoso y cercano templo de San Miguel de Lillo.

Se ha especulado mucho en torno a la personalidad de este nuevo y misterioso constructor, que conocía a la perfección las técnicas para levantar una bóveda de cañón, dominaba el empleo de los arcos de medio punto y de los arcos peraltados y hacía un perfecto uso de los contrafuertes.
Hay autores que sostienen una procedencia oriental, que sugieren la posibilidad de que se tratara de un peregrino a Compostela venido de oriente. Otros sugieren que lo más probable es que el arquitecto hubiera bebido de fuentes de la propia cultura astur y de antiguos modelos romanos, e incluso los hay que sitúan las fuentes de Santa María del Naranco en algunas antiguas construcciones germánicas o carolingias, pero, como tantas otras veces nos ha ocurrido ya en estas páginas, lo único cierto es que la identidad del inspirado constructor sigue siendo pata todos nosotros un misterio insondable.
Fuera quien fuera, levantó un edificio donde los investigadores, muchos siglos después, han podido observar diversas influencias. En Santa María del Naranco está Oriente, están Roma y Bizancio y probablemente están también muchas otras culturas, pero por encima de esto hay algo diferente, algo que tiene sus raíces en la tierra donde se alza. Este palacio, esta casa, está construida con tal exquisitez que no cabe duda de que se trata de la obra de un refinado artista, un artista que no improvisó nada, sino que muy probablemente se limitó a volcar en un trabajo todos los conocimientos de su tiempo que, como veremos, eran muchos y muy notables.

Fachada sur en la que pudo haber un porche
 

Pero entremos ya en este refinado palacio de estructura rectangular y dos plantas, con una bóveda de cañón sobre arcos fajones absolutamente avanzada para su tiempo y dos maravillosos miradores laterales. Su configuración es única, no tiene parangón en toda la arquitectura europea de su época, y guarda, además, no pocas sorpresas.
Las dos plantas centrales, a las que se accede de forma independiente y que no están comunicadas la una con la otra, están flanqueadas por dos salas laterales de menor tamaño que en el piso superior son magníficas balconadas y en el inferior estancias, una de ellas probablemente destinada a baño o lavatorio. Estas dos pequeñas habitaciones inferiores son los únicos espacios de la construcción que no están abovedadas y sus techos son de simples maderos atravesados, aunque es muy probable que en su tiempo carecieran de techumbre (o esta fuera móvil) y pudieran comunicarse directamente con las bóvedas superiores. Algunos investigadores han dicho que estas dependencias inferiores podrían haber sido destinadas a dormitorio o servicios, pero esto no es más que una mera hipótesis que no ha sido demostrada.
La sala principal de este piso inferior, con una bóveda dividida en cinco secciones por cuatro arcos, no tiene ventanas; se entra en ella por una pequeña puerta situada en la fachada norte, bajo la escalera de dos cuerpos que lleva a la entrada principal. Tiene también una salida, justo frente a la puerta de entrada, sobre la cual pudo haber existido en tiempos una balconada o quizá un porche.

Nada hay seguro, salvo algunas señales en la fachada que dan fe de que hubo aquí algún añadido. La sala es angosta y de techo uno muy elevado, pero no hemos de dejarnos llevar por la primera impresión que nos ofrece este recinto un tanto oscuro. Cuando volvemos al exterior del edificio y ascendemos los quince peldaños de la escalera principal para entrar en su gran sala superior, el impacto es extraordinario.
Estamos ante un espacio que parece tener las dimensiones perfectas, una estancia cuya pureza de líneas hace que nos sintamos como si nos cobijara un palacio absolutamente clásico, en la que, además, la luz entra a raudales. Frente a nosotros hay dos grandes ventanales y una puerta, y a ambos lados, enmarcadas por una triple arquería peraltada, asoman los dos hermosos y amplios balcones, casi salas.
 

La bóveda de cañón, perfecta y airosa, está sostenida también por arcos fajones que acaban en decoraciones labradas en la piedra y discos esculpidos que señalan, a su vez, las intersecciones entre los arcos que se alinean en las paredes. Todos ellos son peraltados, todos están sostenidos por capiteles labrados en forma de pirámide invertida y columnas también trabajadas a cincel con motivos típicos del arte de su tiempo, ese característico “sogueado” que da a los fustes relieves y efectos cambiantes en función de la intensidad y dirección de la luz que reciban. En estas balconadas exteriores la decoración es similar, pero los capiteles están trabajados siguiendo el orden corintio y están adornados con hojas de acanto y motivos vegetales. También aquí las dovelas están decoradas, en sus caras interior y exterior, con un labrado en la piedra que recuerda motivos clásicos y que aparece también en otro de los elementos más característicos de la construcción: los contrafuertes.
El palacio está construido de manera muy sólida, como es preciso para sostener las tensiones de las magníficas bóvedas de piedra que contiene, y está recorrido, en todo su exterior, por elevados y muy estilizados contrafuertes que caen desde la altura máxima.
El efecto es parecido al que hallamos en algún acueducto romano, como el llamado de los Milagros, en Mérida, y es evidente que el autor del edificio debía conocer perfectamente el trabajo de los arquitectos de aquel antiguo imperio, puesto que utilizó con gran habilidad algunos de sus más difíciles recursos constructivos.
 

Y es que el palacio, al que se incorporó un altar en el siglo XI, situado en el mirador que da a oriente, tiene algo de villa romana, algo de italiano, una atmósfera lejana y elevada que invita a la placidez, pero también a la distracción.

¿Cuál debió ser su función? ¿Era su uso el destinado a una residencia privada o, por el contrario, constituía una especie de centro de reunión, un lugar para celebrar conferencias y debates, de uso político, por ejemplo?

¿Se trataba de un lugar para el placer, para disfrutar del ocio? ¿Podría haber servido, por ejemplo, como pabellón de caza?

 

 

Balconada que da al este

¿Por qué razón se convirtió luego en un lugar de culto y se colocó su altar sobre lo que hoy los investigadores llaman “el baño”?.
Lo más probable es que, como ocurre con la identidad de su magnífico constructor, nunca lo sepamos. Está demasiado lejos de nosotros el tiempo en que esta maravillosa obra arquitectónica fue levantada sobre un hermoso prado situado en la ladera sur de la Sierra del Naranco, y es poco probable que nuevos vestigios de aquella floreciente cultura salgan a la luz. De momento, hemos de conformarnos con el estudio del que acabamos de describir y algunos más, muy pocos, uno de los cuales debemos, con toda seguridad, a nuestro desconocido arquitecto: la sorprendente iglesia de San Miguel de Lillo.
 


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