REALES ALCAZARES DE SEVILLA

 

La puerta del León, entrada a los Reales Alcázares de Sevilla

 

Ninguna otra ciudad española tiene tal poder evocador, tal capacidad de ensueño; Sevilla es para la mayoría sinónimo de belleza, de calidez y de franqueza, de clima amable, de exotismo y de una cierta lejanía.

Es ese Sur eterno y siempre vivo en la mezclada sangre de una España interracial y mestiza. Es ciudad etérea a inabarcable, sutil y pasajera como las aguas del río que la adorna.

Tal vez podríamos pensar que los únicos pilares que la sostienen son la música, el cante, la poesía, el arte…, sin embargo, han sido demasiados los siglos de esplendor y deslumbrante riqueza que ha vivido Sevilla como para obviar otros asuntos más prosaicos.
 

 

Una riqueza tan espectacular como antigua ha de sustentarse necesariamente en algo más que en música y en poesía.
 

La magnífica ciudad romana de Híspalis, aquella que pacificó el propio César, aquella que con el nombre de Lulia Romuela o con el de Isbiliyya muchos siglos después,

fue capital de poderosos reinos y de fastuosas cortes, ha contado siempre con una ventaja sobre las restantes ciudades españolas, una ventaja muy importante que, sin lugar a dudas, tiene mucho que ver con la medida de su progreso; Sevilla ha sido y es el único puerto fluvial español, y esta especial circunstancia ha hecho que su larga historia haya sido siempre tan rica como compleja.

 

 

 

La Sala de los Tapices, tiempos de Carlos V

 

No nos detendremos aquí en ella, puesto que no es éste el motivo de nuestro artículo, pero sí hemos de recordar cómo Sevilla había alcanzado en el siglo XII un grado de progreso y desarrollo cultural, político, económico y urbano muy importante.

Por supuesto, ya había sido una ciudad de gran importancia durante el imperio Romano, como lo fue en tiempos de las primeras invasiones árabes, cuando en el año 713 se estableció en esta ciudad, poco antes de que fuera trasladada a Córdoba, la residencia y la corte del primer emir de Al Andalus.

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El patío central del Palacio Mudéjar alzado por Pedro I el Cruel

Patío de las Doncellas

Galería en un patío renacentista, conjunto de tiempos de Felipe II

 

También lo fue tras la caída del califato cordobés, convertida ya en un poderoso reino independiente, y aún más después de medio siglo de dominación almorávide, cuando la ciudad apareció de nuevo pujante con la dinastía almohade, aquella que seguía los rigurosos preceptos religiosos del asceta, Muhammad ibn-Tümart, quien en 1121 se proclamó Mahd, “el bien guiado”.

Patío de las Doncellas                     

Sevilla llegó entonces a ser la mayor y más importante de las ciudades de España, y las reformas urbanas que en ella acometieron los primeros almohades asombraron a sus contemporáneos.

Su población llegó a rebasar sus murallas, y nacieron arrabales y alquerías (el barrio de Triana, entre muchas otras) al otro lado del río Guadalquivir, al que sus pobladores llamaban “el Río Grande”.

                                                                                                      
Durante siglos, entre sus calles habían florecido por igual las ciencias, las artes y las letras, y la actividad artesanal y económica había producido, gracias al puerto, grandes beneficios.

A todo lo largo de su historia el comercio marítimo sostuvo la economía de la ciudad, pero desde el siglo XI llegó a incrementarse de tal modo que las mercancías andaluzas tenían como destino los más lejanos puntos de oriente.De este fecundo e interesantísimo siglo XII sevillano, en el que floreció la última etapa de esplendor del Islam andaluz, es su famosísima Giralda, el minarete de su desaparecida mezquita, lo mismo ocurre con la llamada “Torre del Oro”, la única que queda de toda una serie de torres defensivas de características semejantes, aunque en este caso cumplía, junto a una gemela que se ha perdido, la función de defensa del puerto fluvial (se tendía una enorme cadena desde una de las torres hasta la de la orilla opuesta del río, de modo que el puerto podía cerrarse por completo).

 

 

 


Salón de Embajadores del palacio mudéjar de Pedro I el Cruel
Vista interior de la gran sala

 

En esta hégira almohade se construyó también la gran mezquita de la ciudad, que fue derruida para alzar sobre sus cimientos la actual Catedral, y también muy cerca de ella, en el mejor y más estratégico punto de todo el conjunto, el Alcázar, la fortaleza donde habían residido los reyes taifas de Sevilla, donde residirían los monarcas almohade y donde también lo harían Pedro I el Cruel (el rey que llamaba hermano al soberano de Granada), el rey Juan II, los Reyes Católicos y el emperador Carlos V.
 

Así, el Alcázar es para nosotros, en realidad, “Los Alcázares”, puesto que desde el momento de su conquista cada uno de sus ocupantes llevó a cabo gran número de construcciones y, en ocasiones, reformas un tanto desgraciadas, de manera que el conjunto ha llegado hasta nosotros muy fragmentado, convertido en una especie de caleidoscopio.
 

 

Un caleidoscopio que, no obstante resulta un tanto interesante, puesto que nos permite observar en el mismo lugar estilos, trabajos, artes y en definitiva, conceptos de la existencia totalmente diferentes entre sí, que van desde el siglo XIV hasta el XVI.
 

No hay duda, pues, de que los Reales Alcázares, con su actual configuración, constituyen, sin ninguna duda, todo un importante legado de nuestra historia de que vale la pena disfrutar.
 

 

 

Gran bóveda mudéjar del salón de Embajadores

 

Las piedras más viejas de este alcázar fueron puestas en el 713, y durante los primeros años de la dominación árabe ya se elevaron aquí recintos amurallados y algunas residencias de importancia de las que nada se ha conservado.

De hecho, y a excepción de La Alhambra de Granada, poco sabemos acerca de cómo fueron los palacios y residencias reales de Al Andalus, y aunque tengamos datos acerca de su sociedad y de su cultura, en esta ocasión tampoco conocemos cual era la distribución original del palacio o palacios que los monarcas almohades construyeron aquí más de quinientos años después de la llegada a aquellas tierras de los primeros musulmanes; hay que tener en cuenta que tras la conquista de Sevilla por el rey Fernando III el Santo en 1248, el lugar fue convertido en residencia de los reyes cristianos, que habilitaron y redistribuyeron el espacio en función de sus necesidades.

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Detalle de la decoración de azulejos fechada en 1578 y de una pintura

 

Así, se alteró por completo la disposición de muchas de las estancias, se derribaron otras y se elevaron también otras nuevas que en lo fundamental, y hasta bien entrado el siglo XV, siguieron las pautas del estilo mudéjar.
Hoy solamente quedan en pie, de lo que fue el primitivo palacio almohade, algunos elementos del llamado “Palacio del Yeso”.

El espectacular palacio mudéjar que lo rodea fue construido entre 1364 y 1366 por el rey Pedro I el Cruel, quien puso en manos de alarifes y maestros cristianos y musulmanes (la mayoría granadinos y toledanos), no sólo su construcción, sino también su deslumbrante decoración, hay pistas sobre sus habitantes, pero también acerca de sus artífices; el basamento de piedra y el alero de la portada llevan impronta toledana; la decoración de “sebka” que enmarca la puerta principal es herencia almohade, mientras el friso de cerámica que remata el cuerpo de ventanas sería una aportación de tintes nazaríes.
 

Enmarcando los alicatados, una inscripción en caracteres góticos muy estilizados recuerda que el palacio es obra de un cristiano, y son visibles, en las yeserías del cuerpo inferior, entre los arquillos, los emblemas de los reinos de Castilla y de León.

 

Naturalmente, el palacio, en cuyas estancias interiores hallamos también motivos decorativos tan musulmanes como cristianos, no tiene la pureza de líneas de las viejas construcciones del reino de Granada, con las que no puede compararse, pero constituye, sin duda, uno de los mejores ejemplos de las magistrales técnicas decorativas utilizadas por los artesanos musulmanes cuando ya trabajaban para sus nuevos señores, los reyes cristianos.

 

 

 

 

 

Estanque de Mercurio

 

Para ellos trazaron las paredes, techumbres y bóvedas todo este universo de espléndida filigrana, todas estas bellísimas y complicadas decoraciones y dibujos que aún hoy nos asombran y que nos proporcionan algunas pistas sobre el barroquismo, en ocasiones exquisito, de que hicieron gala quienes aquí supieron hacer ejercicio de su arte.
El Palacio de Pedro I el Cruel tiene dos núcleos principales, que se desarrollan en torno a dos patíos, el llamado “De las Doncellas”, y el “Patío de las Muñecas”, más pequeño e íntimo que el anterior; en torno al primero de ellos se desarrollaba la vida social, y encontramos en esta zona algunas estancias interesantes, como el impresionante salón de Embajadores y el salón del Príncipe.
Alrededor del segundo de estos patíos estaban las habitaciones privadas del rey, entre las que destaca el llamado “dormitorio de los reyes moros”.
 

En todas ellas hallamos arcos lobulados, decoraciones de lacería, yeserías y armaduras de madera recubriendo las techumbres.

Pero había aún más reformas en todo este conjunto palaciego; los Reyes Católicos añadirían más cambios e incorporarían algunas estancias de decoración fastuosa en estilos mudéjar y plateresco, como su propio oratorio, donde Niculoso Pisano alzó un extraordinario altar de azulejos policromados, al que se considera una auténtica obra de arte.
Más tarde sería el propio Carlos V quien daría a los Alcázares un nuevo carácter, el de residencia ocasional para cortas temporadas, y que introduciría también nuevas reformas siguiendo los gustos de su tiempo.
Así pues, y en tanto que residencia de reyes, el conjunto está salpicado de salas de gran nobleza, de ricos artesonados, de obras de arte, hermosos azulejos e incluso de algunos buenos tapices, y cuenta con una clásica estancia gótica y también con patíos y edificaciones renacentistas, pero quizás sea el conjunto de sus jardines lo más hermoso de este lugar. Al cabo, se trata de jardines que han visto pasar entre sus sombras, entre sus veredas, a unas cuantas generaciones de reyes y de monarcas, primero musulmanes y luego cristianos, y aunque a lo largo de la historia hayan cambiado de aspecto en infinitas ocasiones, aún conservan lo esencial, lo que siempre tuvieron; el rumor del agua, los hermosos olores de flores y de plantas, el espesor de las sombras, la altura de árboles y palmeras y las bellas calidades de la dorada y siempre sorprendente luz sevillana.

Panorámica sobre el lado este de los jardines de los Reales Alcázares

 

Es aquí donde por fin adivinamos algunos de los motivos por los que aquellos reyes pudieron tomar la decisión de elevar sus palacios y residencias exactamente en este punto y no en ningún otro. El lugar constituye un enclave estratégico para la observación del río, pero es que además, mientras árboles y plantas florecen aquí hasta la exuberancia, el clima y la suave brisan invitan al sosiego y a la reflexión. No es de extrañar que aquellos árabes venidos del sur, amantes de la vegetación y los jardines, quedaran fascinados por Sevilla. Una Sevilla cuyo arte magnífico habría de alcanzar todavía un grado de refinamiento muy elevado y cuya riqueza seguiría creciendo hasta el siglo XVII.

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