MONASTERIO GUADALUPE

 

CACERES

 

VISTA DEL MONASTERIO DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

 

En los primeros años del siglo XIV, un pequeño grupo de monjes ermitaños y anacoretas que vivían aislados en grutas y cuevas de la comarca de Lupiana, en la actual provincia de Guadalajara, decidieron abandonar sus refugios en la naturaleza, seguir la disciplina monástica, e instalarse en comunidad. Lo hicieron bajo la advocación de San Jerónimo, (uno de los doctores de la iglesia con mejor biblioteca, que vivió entre los años 347 y 420) y bajo la regla de San Agustín, en mal estado en esta misma localidad de La Alcarria.

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El claustro mudéjar del monasterio, construido en el siglo XIV con el cimborrio de la iglesia gótica al fondo
Uno de los rosetones góticos de la iglesia
Una de las planchas de bronce que cubren las batientes de la puerta principal del templo

 

En los inicios de esta orden monástica, con ayuda de una leyenda y como consecuencia de una importante victoria militar, nacería al noroeste de la provincia de Cáceres y en el lugar que lleva su nombre el monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe, uno de los más renombrados santuarios marianos de la península. Aquí tiene su santuario la pequeña talla gótica de una Virgen negra que un pastor halló junto al río Guadalupejo a finales del siglo XIII (se dice que la pequeña escultura había pertenecido a unos cristianos que la habían escondido en estas sierras durante la Reconquista).

El santuario inicial, en principio, no fue más que una pequeña ermita, y cuentan las crónicas que hacia el 1330 Alfonso XI de Castilla visitó el lugar, al que encontró incómodo y pequeño, y mandó edificar otra iglesia, que se terminó seis años más tarde, en 1336. En 1337, el rey ordenó señalar los términos territoriales del santuario. Faltaban solamente tres años para que tuviera lugar la gran batalla del Salado, en las cercanías de Cádiz, el último acto de la Reconquista en el siglo XIV que tuvo carácter de Cruzada.

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Claustro mudéjar, y en primer término el magnífico templete gótico-mudéjar construido en 1405

Conjunto y detalle del altar mayor de la iglesia gótica terminado en el año 1618


Con la derrota de los Benimerines el treinta de octubre de 1340, y gracias a su alianza con los reyes Alfonso VI de Portugal y Pedro IV de Aragón, el rey castellano evitó que pudieran tener lugar nuevas invasiones musulmanas en la península y asentó sus dominios en este territorio. A partir de este momento se ensanchó y ennobleció el templo de Guadalupe y se construyeron en el lugar numerosas dependencias adyacentes.

El rey lo convirtió en priorato dependiente de la archidiócesis de Toledo, hizo traer de esta ciudad maestros constructores y artesanos, declaró al monasterio bajo su patronato y además, concedió a su prior el señorío sobre la puebla que había crecido junto a las paredes del cenobio.
Entretanto la orden de los Jerónimos también había ido creciendo en importancia. En 1373 aquel grupo de monjes ermitaños de Lupiana obtuvo la aprobación del papa Gregorio XI para constituirse en orden monástica; serían los primeros de una larga serie de comunidades que, en pocos años, darían a la Orden de San Jerónimo una notable presencia en todos los reinos de la península.
Comenzaron construyendo casas o pequeños conventos que ponían bajo la autoridad del obispo de sus respectivas diócesis, pero todos ellos, en cierto modo, dependían del prior de Lupiana, a quien los monjes consideraban su máxima autoridad.
Los Jerónimos comenzarían a gobernar Guadalupe en el año 1389, sólo dieciséis años después del reconocimiento papal (y veinticinco años antes de que el papa Benedicto XIII estableciera mediante una bula la unión, la facultad de celebrar capítulos y la ordenación de las constituciones de la orden, en el año 1414).
El veinticuatro de octubre de aquel año ochenta y nueve, según consta en una inscripción labrada en la primitiva fuente del lavatorio mudéjar, el monasterio pasó a manos de fray Fernando Yáñez de Figueroa, el primer prior regular del cenobio.
 

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Una de las galerías del claustro                                                                                                                  Escritorio que Felipe II regaló al monasterio

Era ya el reinado de Juan I y el principio de un señorío monástico que mantendría en Guadalupe a la orden de San Jerónimo durante más de cuatrocientos años, hasta la exclaustración de 1835; fueron cuatro siglos que convirtieron a este lugar, siempre favorecido por los reyes, en uno de los centros de la devoción mariana más importantes de toda la historia de la iglesia católica en España.
Pero el monasterio pronto se convirtió también en una estratégica y poderosa fortaleza, en un enorme bastión amurallado, defendido por altísimas torres almenadas, capaces de ser cerradas y de resistir asedios o eventuales ataques exteriores. El lugar fue importante centro de operaciones militares y testigo de gran número de batallas, y muchos reyes practicaron entre sus estancias el ejercicio de la política, de modo que el lugar, por lo tanto, está muy bien defendido.

Torres completamente inexpugnables, puentes levadizos, murallas de más de diez metros, puestos de vigilancia…; el aspecto actual del monasterio, en la distancia, es impresionante; se eleva sobre la sierra de su mismo nombre, en una suave ladera que desciende hacia el oeste, muy cerca del río Guadalupejo, y hoy es un abigarrado y grandísimo conjunto de edificaciones entre las que se cuentan dos grandes templos, tres claustros y gran número de dependencias y construcciones religiosas y civiles cuyos estilos van desde un primitivo carácter mudéjar hasta el barroco, e incluyen también el gótico y el renacimiento.
El conjunto más antiguo, y quizás el más interesante, es el formado por el primitivo claustro mudéjar, uno de los más singulares y bellos de todos los construidos en España en este estilo, y por su iglesia gótica, que contiene algunas obras de arte muy hermosas; el primero de estos lugares quizás sea, de entre todos los rincones del monasterio, el que conserva una atmósfera más interesante.

Fotografías pequeñas, detalles de libros, corales decorados

 

Se construyó entre los siglos XIV y XV, es de planta rectangular, de grandes dimensiones, y tiene dos galerías de arcos de herradura apuntados sobre alfiz, la superior con doble número de huecos que la inferior, aunque ambas igualmente sobrias, igualmente bellas. Cobija un gran jardín en cuyo centro se alza un maravilloso templete gótico-mudéjar construido con ladrillo, único en nuestra arquitectura, que en tiempos pudo cumplir la función de lavatorio. En su centro se hallaba una hermosa fuente con una inscripción que lo atribuye a fray Juan de Sevilla en 1405; su decoración exterior, en azulejos, remite inmediatamente a algunos de los motivos utilizados en los adornos de algunas torres mudéjares de Teruel. Tiene planta cuadrada y está coronado por una pequeña torre-cimborrio octogonal de arcos en disminución, y ha sido muy bien restaurado recientemente.
A esta primitiva fuente hay que añadir otra, situada en el ángulo noroccidental del claustro, que además de ser una interesante obra de arte, constituye todo un documento, puesto que una inscripción da fe de la fecha de fundación del monasterio y del primer prior que tuvo; el lavatorio original, que hoy se utiliza como pila bautismal, fue labrado en bronce y jaspe por Juan francés en 1402 y se halla en la actualidad en la capilla de Santa Ana, construida también en el siglo XV en el pórtico sur, junto a la entrada principal de la iglesia gótica.

Una iglesia, por cierto, cuya traza y cuya construcción han sido tradicionalmente calificadas de “arcaizantes”, y en la que algunos estudiosos encuentran medidas y soluciones técnicas poco evolucionadas. Es probable que así sea, pero ello no le resta interés. Sabemos que fue construida por un desconocido “maestro Alfonso”, y consta de tres naves, crucero y un interesante coro alto en los pies.
De su interior vale la pena destacar su capilla mayor, cerrada por una magnífica reja labrada en Valladolid por fray Francisco de Salamanca y fray Juan de Ávila entre 1510 y 1514, que incorpora ya elementos renacentistas a su primitivo diseño gótico.
También es importante aquí el retablo mayor, finalizado en el año 1618, ya con tintes manieristas. Su traza es de Giraldo de Merlo, que esculpió además la mayor parte de sus tallas, aunque algunas son de Jorge Manuel Theotocópuli, hijo de El Greco.

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Lavatorio mudéjar                                                                                                                                         detalles de libros, corales decorados

En cuanto a las pinturas, las hay muy buenas de Eugenio Caxés (la Asunción, la Resurrección y la Venida del Espíritu Santo) y de Vicente Carducho (una Anunciación, el Nacimiento y la Epifanía). Sobre el altar, utilizado a modo de sagrario, manda un escritorio que el rey Felipe II regaló al monasterio; una magnífica obra de arte firmada en roma por Giovani Giamin en 1569. La pieza labrada en oro y plata, es de una belleza extraordinaria, y hay quienes ven en ella influencias del gran Miguel Ángel.
En cuanto al coro, es muy interesante la sillería barroca que talló en nogal Alejandro Carnicero en el siglo XVIII, que amplió una anterior, de finales del siglo XV.
De la iglesia hay que destacar, además de sus órganos barrocos y su inmenso facistol, la capilla de su extremo sur, consagrada a Santa Ana, y en este lugar, el notable sepulcro de los condestables de Velasco, esculpido también a finales del siglo XV por el artista flamenco Hanequin Egas, cuyas figuras poseen una prodigiosa naturalidad.
 

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Sacristía barroca del monasterio, al fondo la capilla de San Jerónimo

Talla medieval de la Virgen de Guadalupe

 

No debemos olvidar, por último, los enormes batientes de las puertas en la fachada principal de este templo, recubiertas con grandes planchas de bronce repujado donde se representan algunas interesantes escenas bíblicas, ni tampoco algunos de sus adornos exteriores, sobre todo los dos rosetones góticos que coronan los brazos del crucero, y el elevado cimborrio octogonal ochavado, que fue adornado en el siglo XVIII por Manuel Lara Churriguera y cuyos pináculos remiten todavía al trabajo en ladrillo de los alarifes del mudéjar.
El ala sur del templo también se convirtió, con el paso del tiempo, en la fachada principal del monasterio; da a una suave ladera de la montaña, a la vertiente más desprotegida, de modo que junto al pórtico de su iglesia se alzan dos poderosas y sobrias torres defensivas cuadradas, una de ellas, la del reloj, todavía almenada: entre ambas moles de piedra resalta el hermoso gótico flamígero de los arcos de su portada, bien restaurada recientemente.
Para el monasterio, como hemos dicho, crecería aún mucho más. En el siglo XV, los Reyes Católicos levantaron, al norte del claustro mudéjar, una Hospedería Real, que construyó Juan Guas y que se perdió casi por completo en el siglo XIX, después de haber sido hospital; quedan solamente algunos vestigios de aquel edificio, entre cuyas paredes se alza hoy un discreto y silencioso hotel, regentado por la orden franciscana de Guadalupe.

Sus paredes comunican con un claustro menor de reminiscencias góticas, el llamado “claustro de la enfermería”, que solamente tiene tres lados, puesto que no llegó a terminarse; para los estudiosos tan sólo es seguro que entre los documentos que hacen referencia a su construcción se cita, entre algunos otros maestros, a los arquitectos Antón Egas y Alonso de Covarrubias. Hoy se puede desayunar bajo sus arcos después de haber pasado la noche en el más estricto de los silencios monacales.
 

El monasterio todavía posee un tercer claustro, este último mucho más pequeño que los anteriores, al que se conoce como Patio de la Mayordomía, que tiene un especial encanto.

Es obra del siglo XV, y está unida al torreón llamado de la Librería, puesto que el interior de esta torre albergaba, además de la Sala capitular, la biblioteca del monasterio y también el antiguo “scriptorium”.
 

En nuestros días se accede desde este patio a la Sala Capitular, convertida en museo, en cuyo interior puede admirarse una buena representación de la valiosísima colección de libros corales iluminados, especialmente del siglo XVI, que posee el monasterio.

También se guardan aquí otros códices y manuscritos anteriores, algunos de ellos salidos de los talleres de los monjes jerónimos en el mismo lugar donde hoy se exhiben.
 

Pero aún esconde este gran conjunto monástico muchas otras e interesantes sorpresas.
 

Durante los siglos XVI y XVIII el monasterio de Santa María de Guadalupe, pese a la progresiva decadencia del Imperio Español, continuaría ampliándose.

 

 

Bóveda del relicario cuyas pinturas terminaron en 1620
 

Hasta allí seguirían llegando las continuas y generosas dádivas y aportaciones económicas de reyes y nobles de todos los reinos de las Españas, incluidos los del otro lado del Atlántico, y en consecuencia, sus estancias, dependencias, terrenos, señoríos y tesoros continuarían aumentando en tamaño y en riqueza.
 

En paralelo al eje mayor de la iglesia, y hacia el este, se fueron construyendo el relicario, la antesacristía, la sacristía y la capilla de San Jerónimo, las capillas de Santa Paula y de Santa Catalina, el Panteón Real y el llamado Camarín de la Virgen, además de una nueva iglesia, edificada entre 1730 y 1735, de menor interés que el templo gótico que hemos descrito algunas líneas más arriba.
 

La antesacristía, en la torre de Santa Ana, es del siglo XVI y posee varios cuadros importantes de Juan Carreño de Miranda, entre otras obras anónimas muy destacables, aunque esto tan sólo es una pequeña muestra de la riquísima pinacoteca que llegó a reunir el monasterio, que ha llegado a convertirse en un auténtico museo.
 

 

CAMARÍN DE LA VIRGEN Y DECORACIÓN DE LA BÓVEDA DE LA SACRISTÍA


Y en cuanto a la pintura respecta, uno de los mayores tesoros de Guadalupe está en su sacristía, donde se halla la magnífica y famosísima serie de cuadros pintados por Francisco de Zurbarán, en los que aparecen retratados muchos personajes relacionados con la historia del monasterio, como Fernán Yáñez de Figueroa, su primer prior, el padre Cabañuelas, que fue también prior en el siglo XV, o su sucesor, fray Gonzalo de Illescas, que alcanzó el rango de Obispo de Córdoba, fue miembro del Consejo de Castilla y también confesor de los reyes Juan II y de Enrique IV.
 

Muchos otros frailes y priores (Andrés de Salmerón, Diego de Orgaz, Pedro de Salamanca, Martín de Vizcaya, Juan de Carrión) de Guadalupe son protagonistas de las historias que aparecen en los lienzos del pintor, que dejó también aquí, en un pequeño ámbito intermedio entre la sacristía y la capilla de San Jerónimo, otras dos hermosas obras Las Tentaciones, y La Flagelación de San Jerónimo.
 

Finalmente, y sobre una efigie de terracota de este santo modelada por Pietro Torrigiani en el siglo XVI para el pequeño altar de la capilla, contigua a la sacristía, se halla la Apoteosis de San Jerónimo (que viste el hábito de la orden), una pintura que los especialistas califican como de las más interesantes de la producción de Francisco de Zurbarán.
 

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CLAUSTRO MUDÉJAR DESDE EL NORTE, VISTA DEL CIMBORRIO                                                                           TORRES CON CAPITELES DECORADOS CON CERÁMICA

 

En cuanto a la construcción de la sacristía, cuyo autor desconocemos, sabemos tan sólo que fue erigida entre 1638 y 1647 bajo la dirección de Sebastián Prieto, cuando era prior del monasterio fray Diego de Montalvo. Es seguro que fue concebida para albergar los cuadros de Zurbarán, de modo que a todo lo largo de la amplia nave, (diecisiete metros y medio de largo por casi ocho de ancho) dos amplios huecos permiten la entrada de luz natural.

La sala consta de cinco tramos y tiene una hermosa bóveda de cañón con lunetos, profusamente decorada, al igual que las paredes, por un anónimo artista que supo adornar al temple toda la estancia sin que su trabajo desvíe nuestra atención de los cuadros del maestro. El conjunto, con mueblería y espejos barrocos, es uno de los pocos lugares donde todavía podemos contemplar el trabajo de un pintor en el mismo ámbito para el que fue concebido, lo que es cada día más raro.
 

Desde este lugar podemos accederé a las capillas de Santa Paula y de Santa Catalina, esta última adornada con una hermosa cúpula en forma de estrella, y el Relicario, una estancia construida por Nicolás de Vergara en 1597, con azulejos imitando mármoles en el zócalo y pinturas al temple en sus paredes donde se guardan numerosas reliquias de santos, muchas de ellas aún muy veneradas por los fieles. Entre las muchas piezas interesantes que se conservan aquí destaca de forma muy especial la llamada “Arqueta de los Esmaltes”, realizada en el siglo XV por fray Juan de Segovia, de la comunidad jerónima del monasterio de Guadalupe, con placas esmaltadas que habían pertenecido a un trono de la Virgen desmontado en el siglo XIV.
Finalmente, debemos referirnos al magnífico y barroco Camarín de la Virgen, elevado sobre el llamado Panteón Real, siguiendo el eje longitudinal del templo gótico. Fue construido entre los años 1688 y 1696 por Francisco Rodríguez, y su planta es de cruz griega con cuatro exedras. Contiene algunos lienzos de Lucas Jordán que representan escenas de la vida de María y también algunas valiosas esculturas de mujeres del Antiguo Testamento, talladas en el siglo XVIII, alojadas en hornacinas de la época.
Al igual que las estancias anteriores, sus paredes también están profusamente decoradas con la pintura al temple, lo que proporciona al conjunto, de sobria arquitectura, una apariencia de gran riqueza. La belleza cromática del conjunto es impresionante, y la luz cenital que dejan pasar sus ventanales realza muy bien el trabajo de los artistas que lo adornaron. Vale la pena detenerse también unos instantes a observar la hermosa escalera de jaspe y bronce que conduce desde el Panteón Real, situado en el nivel inferior, a este Camarín de la Virgen, también construida según la traza de Francisco Rodríguez.
Aquí, el monje franciscano que nos ha acompañado durante nuestro recorrido por el monasterio nos deja unos instantes junto a otro joven miembro de su comunidad, que custodia la sala. En silencio, el fraile hace girar sobre su eje una especie de ventana en una de las paredes, que da al altar mayor de la iglesia gótica. Inmediatamente aparece ante nosotros la talla medieval de la Virgen negra de Guadalupe, sedente y con el niño sobre una rodilla, desde hace mucho tiempo la imagen se presenta completamente vestida y muy enjoyada. La imagen, recubierta de oro y pedrería, lleva un cetro en la mano y de su muñeca pende una gran vara de mando; su corona es deslumbrante, así como el trono de oro, esmalte y pedrería donde está montada la talla. El fraile franciscano, cuya orden habita el monasterio en nuestros días, no puede evitar justificar tal lujo dando cuenta enseguida de las numerosas aportaciones que realizan fieles de todas partes del mundo.

PANORÁMICA DEL CONJUNTO DEL MONASTERIO DE GUADALUPE

 

El contraste entre el ambiente del faustuoso camarín barroco, entre el lujo desmedido de las vestiduras y adornos de la talla medieval y la silueta del monje, de hábito raído y gastadas sandalias no puede ser más notable, pero ninguno de nosotros quiere polemizar sobre la riqueza o la pobreza de la iglesia católica precisamente en este lugar, y permanecemos en silencio. Volvemos sobre nuestros pasos para recorrer nuevamente la tranquilidad del claustro mudéjar, donde en la actualidad se halla instalado un interesante museo de escultura, en el que además de algunas buenas piezas de un vía crucis del siglo XV, se halla también el sepulcro gótico de fray Gonzalo de Illescas, el monje que fue obispo de Córdoba, esculpido en la segunda mitad del siglo XV y considerado una magnífica obra de arte.
A pesar de todas las numerosas obras de arte que el monasterio contiene, de sus magníficas esculturas, de sus maravillosos cuadros, de sus deslumbrantes libros corales, de su fastuosa colección de mantos para la virgen y de ropajes litúrgicos, a pesar de todas sus decoraciones renacentistas y barrocas, finalmente quizás sea la sencillez de su claustro mudéjar, lo que convierte este monasterio en un lugar especial. Casi sin ser consciente de ello, el visitante se encuentra poco a poco con una extraña sensación; algo hace que pensemos en una antigua mezquita.
Quizás sea ese color rojizo del interior de los arcos, quizás la proyección de las sombras y de las luces en los arcos a medida que paseamos, quizás el rumor del agua en la pila del lavatorio…; no saldremos pronto de nuestro ensueño. Incluso el hermoso rosetón del templo gótico deja lugar a dudas. Las primeras piedras de Guadalupe, las más antiguas, aún poseen la impronta de una lejana cultura, una cultura que durante siglos también fue la de este suelo.

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