CUEVAS DE ALTAMIRA

 

 CANTABRIA

 

 

Una vista general del interior de la cueva de Altamira

 

Quizá sea la cueva de Altamira uno de los lugares más misteriosos de cuantos la historia del hombre ha dejado en este suelo. Uno de los más enigmáticos y, sin duda, uno de los más bellos y sugestivos ejemplos de hasta qué punto el arte, sustento de todas las culturas, ha estado presente en la naturaleza del hombre desde tiempos inmemorables.

 

La cueva, que es el primero de los lugares donde la ciencia se encontró cara a cara con la evidencia de la sensibilidad por la pintura en tiempos tan lejanos, ha despertado la imaginación de todos; ha puesto a prueba la inspiración de los artistas y la capacidad de os investigadores (que en este siglo han avanzado un largo trecho en sus pesquisas y conclusiones) y, cómo no, es protagonista también de una historia tan romántica como ejemplificadora de la capacidad de los seres humanos para no ver, como tantas veces ocurre, más allá de sus propias narices.

 

 

 

 

Uno de los grandes bisontes pintados hace más de trece mil años en el techo de la “gran sala”

 

Los ingredientes de la historia de su descubrimiento son tales que, de hecho, podrían constituir el argumento de una novela o el de un buen guión cinematográfico.
Su descubridor fue un marqués, uno de aquellos aristócratas que a finales del siglo XIX entretenía su melancolía condición y todo su tiempo en la búsqueda de yacimientos prehistóricos en las comarcas santanderinas, donde éstos son abundantes.

Era nuestro hombre un ser tranquilo, culto dotado de gran curiosidad intelectual y con posibles suficientes como para vagar a sus anchas por entre las veredas y valles, por entre las cuevas y hoquedades naturales de las cercanías de Santillana del Mar, atento siempre a fósiles, puntas de flecha y trozos de cerámica que pudieran aparecer.

Pero Marcelino Sanz de Sautuola, que así se llamaba nuestro afortunado descubridor de este templo del arte que es Altamira, no había sido el primero en pisar aquel lugar maravilloso, como tampoco sería el primero en ver las pinturas, aunque a él se deba la noticia de su existencia. Veamos que ocurrió.
 

Sautuola supo de su localización gracias a un pastor de Santillana, un hombre de la tierra que había descubierto la cueva años atrás.

 

 

 

 

 

Vista aérea del lugar donde se halla la cueva

 

Nadie le había prestado mayor importancia, puesto que en los alrededores de Santillana del Mar son muy comunes las cavernas, así que el pastor le indicó la entrada y probablemente le acompañó en un par de ocasiones hasta que nuestro marqués dio con las dimensiones del lugar, que le pareció idóneo para la búsqueda de piezas arqueológicas como las que perseguía.

Lo visitó después varias llevando contigo algunas lámparas y candiles y pequeñas herramientas para la excavación, y poco a poco fue adentrándose en la cueva con mayor seguridad. Halló estrechos corredores y pasillos y zonas que se abrían, que se ensanchaban al modo de estancias, pero, como resulta lógico, concentraba sus esfuerzos en el suelo, en sus pequeñas excavaciones, y no prestaba atención en absoluto al resto, incluidos los techos.

 

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Detalles de las pinturas con figuras antropomorfas
 

Además, las lámparas que utilizaba no proporcionaban demasiada luz en aquella negrura, y es muy probable que tiznaran el ambiente.

En estas circunstancias, él mismo contó cómo había sido su hija pequeña, que en ocasiones le acompañaba en sus correrías, quien había llamado su atención hacia el techo de la caverna, donde decía haber visto unos toros pintados.

 

Una reconstrucción a partir de fotografías de todo el techo de la “gran sala”
 

Así contempló Sautuola por primera vez en 1879, después de miles y miles de años, aquella obra monumental y magnífica. Allí había representados varios tipos de animales en tamaños casi reales.
 

Eran pinturas muy grandes, de entre uno y dos metros y parecían dispuestas en el techo de la caverna aprovechando las ondulaciones y volúmenes de la piedra. Sautuola debió ver sólo una pequeña parte en aquella primera ocasión, pero no resulta difícil imaginar su sorpresa, su asombro ante aquellas sorprendentes formas, dotadas de intensas expresiones, con actitudes de movimiento y una vivacidad desconocida.

 

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Configuración del terreno y de la entrada a la cueva
 

El marqués, después de haberse asegurado de las dimensiones e importancia de su hallazgo, que sin duda intuía definitivo, puso en juego todas sus relaciones personales y todos sus contactos con profesores y especialistas, y pronto consiguió hacer público el sensacional descubrimiento.
 

Se puso en comunicación con los más eminentes geólogos e historiadores de las universidades españolas, habló con expertos franceses e investigadores de toda Europa, divulgó, contrastó, dio conferencias y narró una y otra vez la misma historia, pero los hombres de su tiempo no le creyeron.

 

Y no sólo eso; le acusaron de haber protagonizado una burda falsificación, de haber pretendido estafar a la ciencia con una invención, con un extraño apaño personal.

 

Nadie quiso creer entonces que la autenticidad de las pinturas de Altamira estaba fuera de toda duda, porque nadie supo demostrarlo.
 

Sautuola pasó nueve años intentando convencer al mundo de que aquello que había descubierto era una joya de la antigüedad, paseándose inútilmente por todos los foros académicos e intelectuales de su tiempo, insistiendo una y otra vez en sus argumentos, hasta que en 1888 murió sin haber logrado que la ciencia diera crédito a su fenomenal hallazgo.

 

 

 

En algunos de los niveles de la cueva podemos hallar trazados laberínticos y con misteriosas escaleras


Pero las circunstancias harían que el mundo terminara dando la razón al aristócrata español, aunque él no llegara a ver cumplido su sueño. Por aquellos años tuvieron lugar en Francia algunos descubrimientos en los que resultaban evidentes características similares a las descritas por Sautuola en Altamira (Le Mouthe, Pair-non-Pair) y entre los científicos comenzó a tomar cuerpo la teoría de que en el período cuaternario había existido un arte rupestre francocantábrico.


 

Con todo, aún habrían de transcurrir catorce años hasta que en 1902 la ciencia oficial tomara en serio las pinturas de Altamira.

 

Dos franceses, el investigador Cartailhac y el abate Breuil darían comienzo a la primera investigación oficial del lugar y dibujarían una primera copia de las fastuosas pinturas.
 

Tardaron cuatro años en dar a conocer sus resultados, y no publicaron sus conclusiones hasta 1906.
 

 

 

Uno de los magníficos bisontes, en el que son bien visibles los escorzos y el volumen dado a la pintura
 

Habían pasado veintisiete desde que nuestro aristócrata enmudeciera de asombro por vez primera ante aquellas pinturas, casi tres décadas desde que su hija María llamara su atención hacia el techo de la caverna y rescatara para el presente continuo de nuestro siglo el trabajo de aquellos hombres geniales, hombres que decoraron de modo maravilloso la cueva que habitaban hace más de trece mil años.
¿Qué había en aquel techo que impidió a los hombres del siglo XIX reconocer si autenticidad? ¿Qué tenían aquellas pinturas de sentido de la realidad, de verosimilitud?
¿Por qué provocaron en los científicos una desconfianza tal? Sin duda debieron parecerles demasiado perfectas, demasiado bien trazadas.
 

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Los animales están pintados en actitudes de reposo y también en movimiento

 

Las pinturas tenían volumen, proporciones, una correcta distribución espacial, tenían carácter, estilo, y habían sido trabajadas con una depurada y exquisita técnica. Las sombras, las luces y colores, los escorzos, todo parecía demasiado bello, demasiado perfecto como para que pudiera tratarse de pinturas realizadas por hombres tan prehistóricos como primitivos.

Y sin embargo, así era. Así es. Aquellos hombres del cuaternario, aquellos seres a quienes la ciencia actual sitúa en una era que duró de uno a dos millones de años, eran prehistóricos, si, pero a la vista de su arte quizá no debiéramos considerarlos tan primitivos.
 

Es evidente que nos movemos aquí en términos muy relativos en cuanto a la antigüedad de las pinturas, y hasta es posible que sus autores fueran parientes cercanos de los neardenthales, hombres que vivieron en toda Europa hace cien mil años y que se extinguieron hace unos treinta mil.

 

Hoy sabemos que la cueva pudo estar habitada hace unos veinte mil años, en el período que la ciencia llama de la cultura solutrense, y que las pinturas más importantes tienen una edad aproximada de trece mil quinientos años, lo que las pone en conexión con otro período: el magdaleniense, en el que la punta de flecha de piedra se sustituye por una pieza ósea trabajada con gran precisión.

 

Con este dato podemos hacernos a la idea de la existencia de una evolucionada sociedad de cazadores en la que la agricultura estaba probablemente bien desarrollada y que, por lo tanto, habría contado con estructuras sociales complejas, con mitología, ritos y tradiciones propias.

 

 

 

 

Aspecto interior de la caverna

Eran los tiempos, además, en los que el hombre descubría el arco, en los que el ingenio ya le permitía matar a distancia con una gran precisión. Ya entonces el arte había traspasado el umbral de los útiles de caza y estaba presente en el mobiliario. Es evidente, y la cueva de Altamira es en este sentido, una prueba definitiva, que también cumplía algún otro importantísimo papel, que sigue siendo un misterio para nosotros.


Naturalmente, hoy los hombres de ciencia parecen tener menos prejuicios, pero a finales del siglo pasado era impensable un discurso parecido al trazado entre líneas. De entre los científicos, a nadie se le hubiera ocurrido reconocer el arte, el arte con mayúscula, en las pinturas de Altamira (y menos aún situarlo en una antigüedad tan extrema) cuando en principio, y antes que otra cosa, eso es en esencia.

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Las pinturas pertenecen al período magdaleniense y se remontan a unos trece mil años, pero no por ello han perdido su fuerza expresiva.

 

Pero no debemos olvidar que, aunque tengamos menos prejuicios que hace un siglo todavía no sabemos bien, casi en el XXI, qué sentido último tenía la decoración de aquella gran caverna a la que no hace mucho se bautizó con el ampuloso nombre de “Capilla Sixtina del arte rupestre”.
 

La cueva se adentra en las profundidades de la tierra hasta unos doscientos setenta metros, y cuenta con varias galerías y pasillos que conducen a espacios más abiertos, donde se concentra la mayoría de las pinturas; el mayor de éstos, conocido como “gran salón”, donde está probablemente lo mejor, se halla a unos treinta metros de la entrada, y es un habitáculo de dieciocho metros por nueve, cuya altura original oscilaba entre uno y dos metros.


 

Aquí Sautuola tuvo el íntimo convencimiento de hallarse ante una auténtica maravilla. En todo el techo de este gran salón aparecen más de una veintena de hermosísimos frescos pintados con tierra rica en manganeso, carbón vegetal y sangre, cuya gama de colores cubre los rojos, ocre y amarillos y en cuyos perfiles los negros desafían las mejores creaciones del actual expresionismo. Hay bisontes que permanecen en actitud de descanso, los hay que se enfrentan entre sí, que galopan alocadamente, hay caballos que pacen, quizá una yegua preñada, jabalíes que corren, ciervas dibujadas con exquisita pureza de líneas…, todos ellos, además, tienen expresión propia, tienen “alma”, carácter, y como ocurre en los mejores retratos, vigor y fuerza en la mirada.

 

 

 

 

 

 

Una de las galerías donde Sautuola, el descubridor de la cueva, buscaba restos arqueológicos.

Bisonte en clara actitud de movimiento y una expresión que denota un dominio absoluto del arte de la pintura
El conjunto compone una armoniosa e inigualable galería de arte en un lugar que tiene, sin ninguna duda, algo de mágico, de ritual. Se ha extendido la teoría según la cual la cueva sería una especie de santuario, un lugar de invocación o de celebración de ritos animistas, pero nada hay seguro. Pudiera tratarse tanto de esto como de un paritorio o de un lugar de reunión, pero no hay duda de que ese “gran salón”, debía cumplir alguna importante función social.
Se ha especulado también sobre las circunstancias que han hecho posible que la decoración de este gran espacio llegara hasta nosotros en tan buenas condiciones. Y se ha dicho que quizá hace ya muchísimo tiempo que uno de los lados del techo pudo derrumbarse, aislando al conjunto.

Lo más cierto es que al día de hoy y como consecuencia de la intervención del hombre y de las visitas a la cueva, las pinturas han llegado a sufrir un deterioro notable.

Al igual que ocurrió con las pinturas de las cuevas de Laxcaux, en Francia, pronto se tuvo la evidencia de que el anhídrido carbónico desprendido de la respiración tiene un efecto dañino en las pinturas, lo que ha llevado a determinar el cierre de las cuevas y restringir al máximo las visitas.

 

 

 

 

 

Perfil de una cierva

La ironía ha querido que este santuario del arte de la Edad de Piedra que descubrió la curiosidad de un hombre permanezca cerrado a la curiosidad de los visitantes, que deben cumplimentar largos trámites para obtener un permiso de acceso.
Al fin y al cabo, ha sido por la acción del hombre que las maravillas que aquí aparecieron han corrido grave peligro, y es sensato intentar recuperar cuanto se pueda en las mejores condiciones posibles.


Quizá de este modo los investigadores y especialistas, así como algunos privilegiados artistas, puedan trabajar con la tranquilidad suficiente como para conseguir aportando nuevos datos sobre la cueva y sus fascinantes representaciones, testigos únicos de una cultura tan remota que en algún momento ha podido parecernos completamente ajena. Sin embargo, es nuestra propia cultura, son nuestros orígenes los que se manifiestan en las riquísimas expresiones de Altamira. La historia enseña que hay que medir con mucho cuidado los períodos de tiempo en el devenir del hombre, y que en ocasiones miles de años son un suspiro. De momento, puesto que debemos conservar el original para las futuras generaciones, se proyecta una réplica de la caverna, esperemos que fidedigna. Las pinturas de Altamira, en tanto que buen arte, tienen todavía mucho que enseñarnos.

 

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